viernes, 17 de septiembre de 2010

La lágrima




Martes por la mañana. Iba camino al examen preocupacional que exige el cargo de ayudante de segunda de la Universidad de Buenos Aires. La primera etapa consistía en una extracción de sangre, la realización de un electrocardiograma y de una radiografía de tórax y la entrega de una muestra de orina de ese mismo día; la segunda me es aún esquiva. Me levanté temprano con la intención de llegar antes del horario de atención y lo conseguí: estuve allí quince minutos antes de las ocho de la mañana. Tenía el deseo de concluir con el trámite médico raudamente, para poder asistir a la clase de Sistemática Teórica que comenzaba a las nueve y media de dicho martes. No conseguí llegar a tiempo.

A mitad de recorrido, viví una situación extraña. Había llegado a la estación de Urquiza sufriendo como es costumbre los viajes matutinos en el tren de la línea Mitre, ramal Suárez. Evidencié el boleto y una vez permitido el paso me encaminé por el sendero corroído por el andar humano que se abría paso paralelo al andar del tren. A veces la formación de la que uno acaba de descender tarda en retomar su marcha y otorga la posibilidad de cruzar el paso a nivel por delante de la misma, pero aquella no fue una de esas ocasiones. Esperé a que los vagones pasaran vertiginosamente frente a mí, alejado de las vías para evitar esa sensación absorbente que provocan las ruedas sobre los rieles. Del lado contrario venía otro tren, pero había tiempo suficiente para pasar, y fue ahí cuando lo vi. El hombre vestía ropa gastada y tenía una apariencia indigente. Recuerdo que llevaba puesto un gorro de invierno, esos que tienen en su ápice un pompón de algodón, y que lucía una frondosa barba blanca. Se paro en el camino del tren que venía y extendió los brazos paralelos al suelo, formando una “T” con sus piernas juntas. Ante tamaña escena me frené a mitad del cruce y miré en ambas direcciones: de donde yo venía acababa de irse el tren, pero del otro lado un carguero avanzaba sin la mínima voluntad de detenerse.

No podía quedarme ahí así que seguí caminando, aún bajo la hipnótica fuerza del momento, y cuando estaba casi a su lado otro hombre, aparentemente conocido del primero, lo tomó por los hombros y lo alejó de las vías. Llegué a ver cómo, de forma casi surrealista, su ojo izquierdo vertía una lágrima (juro que era sólo una) que recorría la mejilla del desdichado personaje adquiriendo el amarronado tono de su piel. Una única lágrima que expresaba tanta tristeza y desconsuelo como no lo podrían haber hecho un mar entero de sollozos en aquella fría mañana de martes. Busqué rápidamente las razones sopesando todo tipo de posibilidades, desde su sórdida forma de vida hasta la pérdida de un ser amado, pero ninguna podía explicar un acto que desde el comienzo asoma irracional. Me percaté que había apresurado el paso y que mi ritmo cardíaco estaba acelerado, y cuando llegué a la esquina de Triunvirato y Monroe entendí que tenía miedo. Escuché como el carguero arrasaba con el silencio que reinaba en la estación y no tuve el valor de voltearme a mirar…

martes, 24 de agosto de 2010

Oscura y eterna redundancia



Caminé errático buscando en vano, con los brazos extendidos en plenitud, el reconfortante contacto de la palma con la pared que brindara un atisbo de realidad a mi inefable sensación de etérea existencia, aquella fricción que me permitiera poner límites a la infinita negrura. Esperaba que mis ojos se amoldaran a la oscuridad y me permitieran divisar contornos hasta ese momento esquivos, cuando apareció a lo lejos una luz mortecina que juraría jamás estuvo allí antes. Siendo ésta mí única referencia avancé hacia ella estoicamente, intentando no sucumbir ante el miedo que provoca lo desconocido y creyendo que era posible encontrar una explicación a mi situación. Jamás la hallé. Lo que tampoco encontré fue la manera de acercarme al tenue brillo que parecía filtrarse por una delgada hendija. Caminé, troté, corrí y hasta anduve a gatas en miles de direcciones posibles. La luz estaba donde quiera que mirase, pero su intensidad era siempre la misma y la distancia que nos separaba, infranqueable. Las dimensiones temporales se habían extinguido y así también todo resto de impavidez en mi persona, y cuando la cordura estaba a punto de seguir el mismo camino, la luz tomó dimensiones extraordinarias. Usé mi mano derecha a modo de visera para mitigar el fulgor y noté que lo que me rodeaba seguía aún inmerso en la eterna noche. Aquella explosión lumínica resultó sorda para el lugar donde me hallaba, pero se convirtió en el faro que guiaría mi huída. Descansé sobre mis rodillas, recuperando las fuerzas que aparentemente había perdido en mi interminable andar y confiado de que todo finalmente terminaría. Me puse nuevamente en marcha y quedé estupefacto ante el inconmensurable peso que mis piernas habían cobrado. Era imposible levantarlas del suelo, como si por debajo del piso, si es que había piso alguno, un imán evitara que mis piernas de metal se despegaran del terreno. Las arrastré desesperado, utilizando mis brazos como herramienta, hasta que se quebraron con un crujido inexistente. Pensé en el árbol cayendo en un bosque solitario, y en la pregunta de si éste hacía ruido. Siempre creí que el cuestionamiento era estúpido, pero el haber asistido a la ruptura insonora e indolora de mis piernas sembró un mar de dudas acerca de aquel interrogante. No lamenté la perdida, no había tiempo para hacerlo, así que me arrastré hacia el Sol de mi negro universo. Inesperadamente mi brazo izquierdo se hundió en la oscuridad en la que se apoyaba para impulsarme y desapareció para siempre, así que me valí de mi único miembro restante para salir de allí. Con la misma simpleza lo perdí metros después, por lo que me volteé boca arriba (aunque es difícil pensar en un arriba y en un abajo en este sitio) y serpenteé en busca de la salvación. Sentía el dulce escozor que producía la luz sobre mi rostro; el desenlace era inminente. Alcancé la luz y, lejos de ser lo que esperaba, el remanente de mi cuerpo comenzó a carbonizarse. El olor a carne chamuscada, el único aroma que percibí desde que esto comenzó, inundó mi nariz y comencé a experimentar cómo lentamente mi existencia se volvía nula. Dolía, seguro que lo hacía, y era un dolor que hasta ese momento creía inalcanzable, pero al menos todo concluiría, esta tortura llegaría a su fin, porque…
Caminé errático buscando en vano, con los brazos extendidos en plenitud, el reconfortante contacto de la palma con la pared que brindara un atisbo de realidad a mi inefable sensación de etérea existencia, aquella fricción que me permitiera poner límites a la infinita negrura…

viernes, 5 de marzo de 2010

A.D.N. TNT




Cerró los ojos y meneó la cabeza esperando que aquellos pensamientos salieran por sus oídos pero no, era imposible deshacerse de ellos. Los recuerdos se arremolinaban en su mente y su subconsciente imploraba por salir a la luz. No había manera de reprimir sus deseos de sangre y quien estaba en la mira no hacía las cosas más simples. Dejó a un costado el rifle y se recostó sobre los no más de 50 centímetros de cemento que levantados sobre el piso de la terraza le indicaban a uno el comienzo del abismo. “Es trabajo”, pensó mientras buscaba las indicaciones que había escrito en el reverso de la tarjeta que la desnudista le había entregado una vez finalizada su actuación, con su cintura atiborrada de billetes, la noche anterior a recibir aquel llamado. “Bartolomé Mitre es un tipo afortunado”, había pensado al tiempo dejaba atrás el tugurio porteño, deseoso de posar sus manos en la cintura de la bailarina para disfrutar de lo mismo que el inanimado prócer de papel tenía en un primer plano. Ese cuerpo sinuoso y aceitado le nubló los pensamientos y estuvo a punto de olvidar su cometido para dar rienda suelta a su imaginación. Los aplausos y los gritos lo despertaron de su erótico sopor y retomó su tarea: tomó el rifle con la mano derecha, apoyó el cañón sobre la palma de la mano izquierda, y utilizando el codo zurdo como soporte sobre aquellos 50 centímetros de concreto se preparó para disparar.

El panorama era poco alentador; aquel fragor que lo había obligado a volver a su rutina provenía de un grupo de estudiantes que festejaban la graduación de alguno de sus compañeros. El agasajado estaba cubierto de harina, de huevos y de trozos de papel picado. En cualquier otra situación hubiera estado gustoso de bajar de la terraza de Ciudad Universitaria para unirse a los festejos y revivir su propia graduación: ese día, inmerso en una catarata de salsa de tomate, fue cuando sintió por primera vez el deseo de cubrir su cuerpo con la sangre ajena. Ese día se dio cuenta que Adrián Damián Nicanor Trinitrotolueno no había llegado al mundo para ser biólogo, sino para matar, para “limpiar” como le gustaba decir a él cuando le consultaban acerca de su profesión. TNT escrutó el campo y maldijo en su interior. Había perdido la oportunidad del disparo limpio y certero mientras soñaba despierto con la bailarina y ahora debía efectuar un tiro difícil, para evitar herir inocentes y acabar sólo con la víctima por la que recibiría su cheque. Rápidamente repasó en su táctica materia gris las dos veces en las que todo había salido mal, aquellas dos oportunidades donde también habían muerto algunos inocentes por una falla mínima en los cálculos. Eran sus primeros días en el rubro, y un exceso en el explosivo con el que debía volar el aula Burkart, para evitar que el temeroso y arrepentido estudiante que lo había contratado tuviera que exponer su tesis de licenciatura, se cobró a algunos familiares y amigos del cliente, a quién TNT creyó de buen hombre no cobrarle lo acordado y sólo acepto una paga mínima del 10% de lo estipulado. La otra ocasión, decidió no recibir dinero alguno cuando el Doctor que había requerido sus servicios había sido la única víctima en sus intentos por impedir un concurso para jefe de trabajos prácticos en un departamento que no podía recordar.

Quitó el seguro y posicionó su ojo derecho en la mira del rifle mientras entrecerraba el izquierdo como le habían recomendado hace ya varios años. Ubicó al objetivo en el centro, allí donde se cruzan las dos líneas perpendiculares. La intersección le marcaba el camino a seguir, pero no era capaz de indicarle cómo evitar los cráneos que se interponían en la marcha del proyectil. La encrucijada invocó en él la grotesca imagen de un trozo de cerdo y uno de pollo, separados por una rodaja de cebolla y un furioso morrón, todos atravesados por la impecable punta de la varilla de madera. Dejó de lado la metáfora y decidió que no tenía otra alternativa más que usar alguno de sus artilugios.

Inclinó el cuello a ambos lados haciendo chasquear sus cervicales, se quitó el oscuro pelo negro de la frente y tomó una gran bocanada de aire. Debía evitar cualquier error durante la ejecución ya que el más mínimo desvío podía traducirse en una masacre, y la respiración podía provocar dicho error. Disparó. Disparó al mismo tiempo que retiraba el rifle en diagonal, desplazándolo hacia la izquierda y hacia arriba, enseñándole a la bala el camino que debía seguir. El proyectil marcó una trayectoria no recta sino más bien curva, esquivando por la derecha al grupo de estudiantes que ensalzaban al recién recibido para cerrarse con un brusco giro hacia la siniestra. El apoteótico disparo cortó algunos pelos rubios de una joven que, con seguridad, percibió con sorpresa el olor a cabello chamuscado, y fue a incrustarse de forma sublime en el entrecejo del objetivo. Impulsado por el impacto, como si un gigante lo hubiera golpeado con el dedo índice antes retenido en la yema del pulgar, el objetivo sobrevoló dos metros de césped y aterrizó de espaldas. Sus ojos apuntaban al cielo, no así su mirada, inexistente: la mirada necesita vida, algo que ya no había en aquel cuerpo.

El revuelo fue instantáneo: corridas, gritos, llantos y pedidos de ayuda decoraron la escena. TNT desarmó el rifle, guardó las partes en el maletín y se puso de pie. Marcó el teléfono del cliente en su celular y sólo pronunció una palabra: “Hecho”. Bajó silbando las escaleras que lo llevaban al cuarto piso y allí esperó el ascensor. Compartió el descenso con gente que histéricamente le consultaba sobre lo sucedido, desesperados por obtener información. No tan desesperados como para bajar corriendo por las escaleras en ves de esperar el ascensor, pero inquietos al fin. Salió por el subsuelo, atravesó la cochera y vislumbró el bar frente al Pabellón 3. No pudo resistir la tentación y se dirigió hacia allí. El clima era agradable así que se sentó afuera y comenzó a beber su cerveza esperando que llegara su pizza. “Cada vez más finita”, pensó mientras la dejaban en su mesa.

El suceso fue tapa de todos los diarios. Al parecer, un hecho curioso recaía sobre la bala. Los forenses habían explicado a los cronistas que el proyectil no tenía las típicas marcas que se impregnan en éstos al atravesar el cañón del arma, sino que el misma se encontraba firmado. “Autografiado”, corrigió mentalmente TNT mientras leía la nota. “ADN TNT” brillaba sobre el plomo. Una lágrima rodó por su mejilla derecha. Estaba conmovido, sensibilizado. “Que tiro tan hermoso”, susurró mientras se quitaba la lagrima con el dorso de su mano izquierda.

sábado, 12 de diciembre de 2009

La herencia de Benedetti escapa al paréntesis de la vida




Inmerso en los últimos parciales del año dejé de lado la escritura y eso pudo notarse en el descenso del ritmo de actualizaciones del blog. La verdad es que me gustaría sentarme a producir cosas nuevas e interesantes, sobretodo porque tengo varios proyectos en mente, pero como hace ya mucho tiempo que no subo nada me puse a buscar textos viejos. Revisando encontré una entrevista que le hice a otra estudiante de Biología en la que hablamos sobre el escritor uruguayo Mario Benedetti. La charla fue posterior a su fallecimiento, y justamente respondía a una consigna de hacer una entrevista con una persona cualquiera que hubiera leído algo del autor. ¿Qué más relacionado con Ciudad Universitaria que esta charla con otra bióloga? La verdad es que cuando la releí me parece muy pobre, pero también es cierto que nunca me gustan mis textos cuando los vuelvo a leer. Por eso decidí subirlos y dejar que ustedes juzguen, esperando la semana que viene, cuando espero poder subir nuevas historias.

La puerta del ascensor se abre con un chirrido que quiebra el silencio reinante en el cuarto piso de Ciudad Universitaria, sede emblemática de la Universidad de Buenos Aires, para darle paso a Joana Pivoz Avedikian, de 22 años y estudiante de Biología.
Vestida aún con el uniforme del equipo de handball de la facultad, cuyo entrenamiento acaba de finalizar, se ata con una colita el pelo rubio mientras se acerca a la mesa.
Una vez sentada, abre la mochila para sacar y luego apoyar La Tregua (1960), novela del escritor uruguayo Mario Benedetti, quien pasó a la inmortalidad el 17 de mayo, a los 88 años, en Montevideo.

-¿Por qué La Tregua?

-Es lo primero que leí de Benedetti, porque tuve que hacerlo en el secundario. Al principio lo leí rápido, sólo para poder dar el examen, y la verdad es que no me atrapó. Sin embargo, como acostumbro darle segundas oportunidades a los libros que leí en el colegio, lo volví a leer y fue totalmente diferente.

-¿Qué fue lo que cambió?

-Para empezar, el libro me gustó mucho, cosa que no me había pasado antes y aparte me marcó el tema de la rutina. Hizo que me diera cuanta de que puedo pasar mi vida haciendo cosas para los demás y que cuando encuentre lo que me haga feliz puede ser muy tarde. Es triste, pero le puede pasar a cualquiera.

-¿Fue después de leer La Tregua que buscaste otros textos de Benedetti?

-Si, fue así. Apenas terminé de leer La Tregua busqué en Internet poemas suyos y, como además trabajé en una librería, en mis ratos libres solía agarrar algún libro y leerlo. Creo que autores como Benedetti, Bioy Casares y Jorge Luis Borges son íconos que deben ser leídos por lo menos una vez en la vida.

Joana hace una pausa para disculparse por haber venido directo desde el entrenamiento y cuenta que, tras el fallecimiento del autor de Gracias por el Fuego (1965) y Poemas de la Oficina (1956), recibió un mail que, a modo de homenaje, incluía el poema Te Quiero.

-Ya conocía el poema, pero esta vez me llegó en una situación personal difícil. Es increíble como lo que escribe otra persona puede reflotarte cuando más lo necesitás. Aunque también puede hundirte.

-¿Te sorprendió la noticia de de su muerte?

-¡Claro que me sorprendió! La verdad es que no estaba al tanto de su estado de salud y cuando me enteré no lo podía creer. No puedo decir que me puso triste, pero sí me dio mucha pena porque es una enorme pérdida para el mundo de la cultura.

-¿Qué le dirías a alguien que nunca leyó algo de Benedetti?

-Sin dudas le recomendaría a esa persona que no deje pasar la oportunidad de leer algo suyo porque considero que sus obras son un clásico que no pueden obviarse. Puede no gustarte, pero sólo lo sabrás después de haberlo leído. A mí me sorprendió como escritor porque no conocía la calidad de sus textos.

Más de 80 escritos que abarcan todos los géneros literarios componen la obra personal del autor que integró la denominada generación del ’45 junto a Jorge Luis Borges, entre otros. Su profunda redacción y su genuino pensamiento influyen sobre jóvenes y no tan jóvenes que nutren su constante crecimiento personal con las ideas de este uruguayo.
Para Benedetti, confeso ateo, la vida era un paréntesis entre dos nadas aunque Joana, como tantos otros, disiente cuando asegura que lo que él dejó no podrá jamás quedar en la nada.

martes, 1 de diciembre de 2009

Sófocles el conocedor





“¿Quién dijo que el conocimiento no ocupa lugar?”, se preguntó de forma retórica, aunque tampoco había nadie para responderle. Estaba solo, como de costumbre. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas de la biblioteca silenciosa, despoblada y sumida en un sigilo profundo sólo interrumpido por los truenos que parecían quebrar el cielo. Eran la once de la noche y la facultad dormía mientras en sus entrañas él seguía con su vigilia permanente, estudiando sin descanso.

Algunos lo tildaban de egocéntrico porque vivía mirándose el ombligo, literalmente. Lo que esas personas desconocían era que su condición no era facultativa, sino más bien obligada. El peso de su cabeza había vencido la resistencia de sus vértebras cervicales y su cuello pendía flácido hacia delante, incapaz de alzar el cráneo. Podía sentir cómo su pera entraba en contacto con el esternón; cada nuevo concepto aprendido hincaba más su mentón, que amenazaba con atravesarle el pecho y le producía un dolor ya casi intolerable.

El saber acumulado era tanto que los libros debían estar sobre su regazo para poder ser leídos. La alternativa era apoyar los textos sobre la mesa y alzar la vista, pero la posición se tornaba cansadora tras varios minutos de lectura sostenida y él necesitaba leer por tiempos prolongados, había mucho más por conocer aún.

Su cabeza estaba llena de conocimientos que sin duda ocupaban lugar. Rara vez se lo veía caminando por los pasillos de la universidad, arrastrando los pies y pegado contra la pared para no chocar con alguien, dada su incapacidad de mirar hacia el frente. Nunca se lo vio hacer uso de todo lo que aprendió, aplicar algo de lo mucho que conocía. Quizás si hubiera volcado algo de todo ese saber en un trabajo, el lastre habría disminuido y el final de la historia sería otro.

A mediados de este año, personal de limpieza lo encontró en su posición habitual, con la cabeza colgando hacia abajo y con un libro en las piernas, pero con los ojos cerrados y los brazos inmóviles a los costados del cuerpo. Algunos comentan que tenía más de dos días en esa posición, pero que nadie notó algo fuera de lo normal.

No tenía amigos y si bien todos lo conocían por su singularidad pocos fueron los que notaron su ausencia. Hoy se sabe que se llamaba Sófocles, nombre de origen griego que portan aquellos con fama por su sabiduría. Su lápida, emplazada a un costado del Pabellón 2 de cara al río, reza una leyenda elegida por voto popular: “Supo mucho, hizo poco”.

jueves, 26 de noviembre de 2009

I Reunión de Biología Evolutiva del Conosur: reflexiones de un colaborador




Lejos de ser un erudito del marxismo, una frase del pensador alemán Karl Marx se hace presente constantemente en mi cabeza: “el hombre encuentra su lugar en el trabajo, y fuera de éste se siente alienado.” Esta oración resume uno de los conceptos inculcados hace varios años mientras cursaba Sociedad y Estado, asignatura del Ciclo Básico Común.

Decidí comenzar con este recuerdo porque mucho tiene que ver con lo que experimenté durante la I Reunión de Biología Evolutiva del Conosur, que a lo largo de los primeros tres días de esta semana se llevó a cabo de forma integra en el Pabellón 2 de Ciudad Universitaria. Conceptos y personalidades varias desfilaron por el Aula Magna, que sin lugar a dudas aportó todo su misticismo para hacer aún más grande lo que allí adentro estaba ocurriendo, pero lo que yo rescato de todo el proceso es la experiencia humana.

Mis compañeros y yo, los denominados colaboradores, nos ofrecimos voluntariamente a ayudar en lo todo que fuera necesario, siempre que estuviera a la altura de nuestras aptitudes. Claro estaba que no habría paga y creo hablar por cualquiera de nosotros al decir que tampoco la esperábamos. Nuestro premio consistía en un certificado de asistencia al congreso, el primero para quien les cuenta, y la posibilidad de acceder gratuitamente al catering contratado por los organizadores.

Sin embargo, la mayor de las remuneraciones llegó una vez que la Reunión dio comienzo. El sentirme parte de algo tan importante me llenó de orgullo, y aunque las tareas a realizar parecieran de lo más triviales éstas eran tomadas como algo fundamental, que debían efectuarse de la mejor forma posible. Desde el primer minuto del congreso dejé de sentirme un colaborador para pasar a sentirme uno más de ese gran grupo que estaba por detrás de este importante acontecimiento. Pero el cambio de mentalidad no fue propio sino inducido por aquellos que sin importar el rango que ocuparan lograron hacernos sentir iguales a ellos, tan importantes como cualquiera de las otras patas que sostenían la mesa.

No voy a citar nombres ni frases específicas, pero debo decir que la actitud de los organizadores, y la aún más sorprendente de algunos conferencistas, de integrarnos a la experiencia como parte vital de la misma es el pago más grande que podríamos haber recibido. De ninguna manera cambiaría dinero por la calidez humana y el compañerismo vivido durante los últimos días. En la I Reunión de Biología Evolutiva no hubo rangos ni jerarquías, hubo un grupo humano que llevó adelante este exitoso encuentro enmarcado en el contexto del denominado año Darwin.

Retrotrayéndome al comienzo de este texto, no hay situación donde el hombre se sienta más a gusto consigo mismo que cuando participa activamente en algo. Lo que realicé durante los días lunes, martes y miércoles podría no ser considerado como trabajo pero el razonamiento seguiría siendo válido. Con el congreso ya finalizado, estoy complacido por el objetivo cumplido y disfruto del descanso mientras paradójicamente me siento alienado, añorando la rápida aparición de un nuevo proyecto del que formar parte para volver a sentir la adrenalina que aún corre por mi sangre, pero que a medida que las horas pasan se vuelve cada vez más imperceptible.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Iruya y la esencia del fútbol




A comienzos de este año disfruté de días imborrables en el norte argentino. Allí conocí gente nueva y descubrí paradisíacos lugares que quedaran grabados en mi memoria. Sin embargo, también me encontré con gente conocida y cotidiana con la que acostumbraba toparme en los pasillos de Ciudad Universitaria. La conexión del siguiente texto con el tema del blog puede ser la más tenue hasta ahora, pero me tomo la licencia para subir este escrito porque creo que es interesante y debido a una escasez de tiempo para escribir cosas nuevas. Aprovecho también para recordar a la comunidad que los días lunes 23, martes 24 y miércoles 25 de noviembre se desarrollará, íntegramente en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, la I Reunión Evolutiva del Cono Sur, una de las razones por las que no he podido sentarme a producir cosas que merezcan ser compartidas. Todos los estudiantes de la facultad tienen entrada libre y gratuita. Ahora sí, los dejo con la nueva entrada:

El fútbol es fútbol desde Ushuaia hasta La Quiaca, diría cualquier argentino. Y en ese camino que une polos opuestos de Argentina se encuentra Iruya, un lugar ideal para recuperar nuestra escencia y la del fútbol.

A más de 2700 metros sobre el nivel del mar, este pueblo salteño de tan sólo mil habitantes y edificación colonial, es una isla en el mar de la globalización. Porque este es uno de los recovecos donde la industria del deporte no ha teñido de matices grises y faltos de vida al colorido fútbol de potrero, al juego en su estado más puro.

“A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí”, explica Eduardo Galeano, un autoproclamado mendigo del buen fútbol, en su libro “El fútbol a sol y sombra”.

El escritor uruguayo está en lo cierto y es justamente por eso que aquellos postes blancos, emplazados en un rectángulo de tierra que se eleva a lo lejos en una de las estrechas, empedradas y empinadas calle de Iruya, toman significante importancia.
No es el estadio Maracaná, donde aún se oyen los llantos del público brasileño por la final perdida en el Mundial del 50, ni tampoco el mítico estadio de Wembley donde suena todavía el griterío del Mundial del 66 que ganó Inglaterra, como dice Galeano, pero es una cancha de fútbol, bella por naturaleza propia.

En gradas improvisadas detrás de cada arco aguardan su turno para jugar los otros dos equipos que conforman el cuadrangular. La pelota rueda cada vez menos visible a medida que la luz del día se esfuma. Quienes esperan seguramente no podrán jugar este día, pero gozan viendo un fútbol falto de intereses y lleno de alegría, que no es poca cosa.

El ballet de ilusiones en su máxima expresión: los delanteros sueñan con hacer el gol que le dé la victoria a su equipo, el arquero sueña con tapar ese penal que le permita quedar en la historia de este potrero y los defensores añoran salir jugando como lo hacía Perfumo en el Racing del 66.

Es cierto, el negocio del deporte (¿o el deporte del negocio?), ha pisado firme y ha convertido al fútbol en un show a escala mundial que cada día se aleja más de la fantasía, la desfachatez y la alegría que componen su esencia, para ser pura velocidad y fuerza, combinado con el miedo a no hacer el ridículo frente a todo el mundo.

Sin embargo, al ver esa cancha, a más de 2700 metros sobre el nivel del mar, rodeada de montañas en medio de la nada misma, le hace a uno pensar que no todo está perdido y, que en las entrañas de un país tan futbolero como Argentina, todavía yace el espíritu sagrado del deporte más hermoso del mundo.