viernes, 17 de septiembre de 2010

La lágrima




Martes por la mañana. Iba camino al examen preocupacional que exige el cargo de ayudante de segunda de la Universidad de Buenos Aires. La primera etapa consistía en una extracción de sangre, la realización de un electrocardiograma y de una radiografía de tórax y la entrega de una muestra de orina de ese mismo día; la segunda me es aún esquiva. Me levanté temprano con la intención de llegar antes del horario de atención y lo conseguí: estuve allí quince minutos antes de las ocho de la mañana. Tenía el deseo de concluir con el trámite médico raudamente, para poder asistir a la clase de Sistemática Teórica que comenzaba a las nueve y media de dicho martes. No conseguí llegar a tiempo.

A mitad de recorrido, viví una situación extraña. Había llegado a la estación de Urquiza sufriendo como es costumbre los viajes matutinos en el tren de la línea Mitre, ramal Suárez. Evidencié el boleto y una vez permitido el paso me encaminé por el sendero corroído por el andar humano que se abría paso paralelo al andar del tren. A veces la formación de la que uno acaba de descender tarda en retomar su marcha y otorga la posibilidad de cruzar el paso a nivel por delante de la misma, pero aquella no fue una de esas ocasiones. Esperé a que los vagones pasaran vertiginosamente frente a mí, alejado de las vías para evitar esa sensación absorbente que provocan las ruedas sobre los rieles. Del lado contrario venía otro tren, pero había tiempo suficiente para pasar, y fue ahí cuando lo vi. El hombre vestía ropa gastada y tenía una apariencia indigente. Recuerdo que llevaba puesto un gorro de invierno, esos que tienen en su ápice un pompón de algodón, y que lucía una frondosa barba blanca. Se paro en el camino del tren que venía y extendió los brazos paralelos al suelo, formando una “T” con sus piernas juntas. Ante tamaña escena me frené a mitad del cruce y miré en ambas direcciones: de donde yo venía acababa de irse el tren, pero del otro lado un carguero avanzaba sin la mínima voluntad de detenerse.

No podía quedarme ahí así que seguí caminando, aún bajo la hipnótica fuerza del momento, y cuando estaba casi a su lado otro hombre, aparentemente conocido del primero, lo tomó por los hombros y lo alejó de las vías. Llegué a ver cómo, de forma casi surrealista, su ojo izquierdo vertía una lágrima (juro que era sólo una) que recorría la mejilla del desdichado personaje adquiriendo el amarronado tono de su piel. Una única lágrima que expresaba tanta tristeza y desconsuelo como no lo podrían haber hecho un mar entero de sollozos en aquella fría mañana de martes. Busqué rápidamente las razones sopesando todo tipo de posibilidades, desde su sórdida forma de vida hasta la pérdida de un ser amado, pero ninguna podía explicar un acto que desde el comienzo asoma irracional. Me percaté que había apresurado el paso y que mi ritmo cardíaco estaba acelerado, y cuando llegué a la esquina de Triunvirato y Monroe entendí que tenía miedo. Escuché como el carguero arrasaba con el silencio que reinaba en la estación y no tuve el valor de voltearme a mirar…

martes, 24 de agosto de 2010

Oscura y eterna redundancia



Caminé errático buscando en vano, con los brazos extendidos en plenitud, el reconfortante contacto de la palma con la pared que brindara un atisbo de realidad a mi inefable sensación de etérea existencia, aquella fricción que me permitiera poner límites a la infinita negrura. Esperaba que mis ojos se amoldaran a la oscuridad y me permitieran divisar contornos hasta ese momento esquivos, cuando apareció a lo lejos una luz mortecina que juraría jamás estuvo allí antes. Siendo ésta mí única referencia avancé hacia ella estoicamente, intentando no sucumbir ante el miedo que provoca lo desconocido y creyendo que era posible encontrar una explicación a mi situación. Jamás la hallé. Lo que tampoco encontré fue la manera de acercarme al tenue brillo que parecía filtrarse por una delgada hendija. Caminé, troté, corrí y hasta anduve a gatas en miles de direcciones posibles. La luz estaba donde quiera que mirase, pero su intensidad era siempre la misma y la distancia que nos separaba, infranqueable. Las dimensiones temporales se habían extinguido y así también todo resto de impavidez en mi persona, y cuando la cordura estaba a punto de seguir el mismo camino, la luz tomó dimensiones extraordinarias. Usé mi mano derecha a modo de visera para mitigar el fulgor y noté que lo que me rodeaba seguía aún inmerso en la eterna noche. Aquella explosión lumínica resultó sorda para el lugar donde me hallaba, pero se convirtió en el faro que guiaría mi huída. Descansé sobre mis rodillas, recuperando las fuerzas que aparentemente había perdido en mi interminable andar y confiado de que todo finalmente terminaría. Me puse nuevamente en marcha y quedé estupefacto ante el inconmensurable peso que mis piernas habían cobrado. Era imposible levantarlas del suelo, como si por debajo del piso, si es que había piso alguno, un imán evitara que mis piernas de metal se despegaran del terreno. Las arrastré desesperado, utilizando mis brazos como herramienta, hasta que se quebraron con un crujido inexistente. Pensé en el árbol cayendo en un bosque solitario, y en la pregunta de si éste hacía ruido. Siempre creí que el cuestionamiento era estúpido, pero el haber asistido a la ruptura insonora e indolora de mis piernas sembró un mar de dudas acerca de aquel interrogante. No lamenté la perdida, no había tiempo para hacerlo, así que me arrastré hacia el Sol de mi negro universo. Inesperadamente mi brazo izquierdo se hundió en la oscuridad en la que se apoyaba para impulsarme y desapareció para siempre, así que me valí de mi único miembro restante para salir de allí. Con la misma simpleza lo perdí metros después, por lo que me volteé boca arriba (aunque es difícil pensar en un arriba y en un abajo en este sitio) y serpenteé en busca de la salvación. Sentía el dulce escozor que producía la luz sobre mi rostro; el desenlace era inminente. Alcancé la luz y, lejos de ser lo que esperaba, el remanente de mi cuerpo comenzó a carbonizarse. El olor a carne chamuscada, el único aroma que percibí desde que esto comenzó, inundó mi nariz y comencé a experimentar cómo lentamente mi existencia se volvía nula. Dolía, seguro que lo hacía, y era un dolor que hasta ese momento creía inalcanzable, pero al menos todo concluiría, esta tortura llegaría a su fin, porque…
Caminé errático buscando en vano, con los brazos extendidos en plenitud, el reconfortante contacto de la palma con la pared que brindara un atisbo de realidad a mi inefable sensación de etérea existencia, aquella fricción que me permitiera poner límites a la infinita negrura…

viernes, 5 de marzo de 2010

A.D.N. TNT




Cerró los ojos y meneó la cabeza esperando que aquellos pensamientos salieran por sus oídos pero no, era imposible deshacerse de ellos. Los recuerdos se arremolinaban en su mente y su subconsciente imploraba por salir a la luz. No había manera de reprimir sus deseos de sangre y quien estaba en la mira no hacía las cosas más simples. Dejó a un costado el rifle y se recostó sobre los no más de 50 centímetros de cemento que levantados sobre el piso de la terraza le indicaban a uno el comienzo del abismo. “Es trabajo”, pensó mientras buscaba las indicaciones que había escrito en el reverso de la tarjeta que la desnudista le había entregado una vez finalizada su actuación, con su cintura atiborrada de billetes, la noche anterior a recibir aquel llamado. “Bartolomé Mitre es un tipo afortunado”, había pensado al tiempo dejaba atrás el tugurio porteño, deseoso de posar sus manos en la cintura de la bailarina para disfrutar de lo mismo que el inanimado prócer de papel tenía en un primer plano. Ese cuerpo sinuoso y aceitado le nubló los pensamientos y estuvo a punto de olvidar su cometido para dar rienda suelta a su imaginación. Los aplausos y los gritos lo despertaron de su erótico sopor y retomó su tarea: tomó el rifle con la mano derecha, apoyó el cañón sobre la palma de la mano izquierda, y utilizando el codo zurdo como soporte sobre aquellos 50 centímetros de concreto se preparó para disparar.

El panorama era poco alentador; aquel fragor que lo había obligado a volver a su rutina provenía de un grupo de estudiantes que festejaban la graduación de alguno de sus compañeros. El agasajado estaba cubierto de harina, de huevos y de trozos de papel picado. En cualquier otra situación hubiera estado gustoso de bajar de la terraza de Ciudad Universitaria para unirse a los festejos y revivir su propia graduación: ese día, inmerso en una catarata de salsa de tomate, fue cuando sintió por primera vez el deseo de cubrir su cuerpo con la sangre ajena. Ese día se dio cuenta que Adrián Damián Nicanor Trinitrotolueno no había llegado al mundo para ser biólogo, sino para matar, para “limpiar” como le gustaba decir a él cuando le consultaban acerca de su profesión. TNT escrutó el campo y maldijo en su interior. Había perdido la oportunidad del disparo limpio y certero mientras soñaba despierto con la bailarina y ahora debía efectuar un tiro difícil, para evitar herir inocentes y acabar sólo con la víctima por la que recibiría su cheque. Rápidamente repasó en su táctica materia gris las dos veces en las que todo había salido mal, aquellas dos oportunidades donde también habían muerto algunos inocentes por una falla mínima en los cálculos. Eran sus primeros días en el rubro, y un exceso en el explosivo con el que debía volar el aula Burkart, para evitar que el temeroso y arrepentido estudiante que lo había contratado tuviera que exponer su tesis de licenciatura, se cobró a algunos familiares y amigos del cliente, a quién TNT creyó de buen hombre no cobrarle lo acordado y sólo acepto una paga mínima del 10% de lo estipulado. La otra ocasión, decidió no recibir dinero alguno cuando el Doctor que había requerido sus servicios había sido la única víctima en sus intentos por impedir un concurso para jefe de trabajos prácticos en un departamento que no podía recordar.

Quitó el seguro y posicionó su ojo derecho en la mira del rifle mientras entrecerraba el izquierdo como le habían recomendado hace ya varios años. Ubicó al objetivo en el centro, allí donde se cruzan las dos líneas perpendiculares. La intersección le marcaba el camino a seguir, pero no era capaz de indicarle cómo evitar los cráneos que se interponían en la marcha del proyectil. La encrucijada invocó en él la grotesca imagen de un trozo de cerdo y uno de pollo, separados por una rodaja de cebolla y un furioso morrón, todos atravesados por la impecable punta de la varilla de madera. Dejó de lado la metáfora y decidió que no tenía otra alternativa más que usar alguno de sus artilugios.

Inclinó el cuello a ambos lados haciendo chasquear sus cervicales, se quitó el oscuro pelo negro de la frente y tomó una gran bocanada de aire. Debía evitar cualquier error durante la ejecución ya que el más mínimo desvío podía traducirse en una masacre, y la respiración podía provocar dicho error. Disparó. Disparó al mismo tiempo que retiraba el rifle en diagonal, desplazándolo hacia la izquierda y hacia arriba, enseñándole a la bala el camino que debía seguir. El proyectil marcó una trayectoria no recta sino más bien curva, esquivando por la derecha al grupo de estudiantes que ensalzaban al recién recibido para cerrarse con un brusco giro hacia la siniestra. El apoteótico disparo cortó algunos pelos rubios de una joven que, con seguridad, percibió con sorpresa el olor a cabello chamuscado, y fue a incrustarse de forma sublime en el entrecejo del objetivo. Impulsado por el impacto, como si un gigante lo hubiera golpeado con el dedo índice antes retenido en la yema del pulgar, el objetivo sobrevoló dos metros de césped y aterrizó de espaldas. Sus ojos apuntaban al cielo, no así su mirada, inexistente: la mirada necesita vida, algo que ya no había en aquel cuerpo.

El revuelo fue instantáneo: corridas, gritos, llantos y pedidos de ayuda decoraron la escena. TNT desarmó el rifle, guardó las partes en el maletín y se puso de pie. Marcó el teléfono del cliente en su celular y sólo pronunció una palabra: “Hecho”. Bajó silbando las escaleras que lo llevaban al cuarto piso y allí esperó el ascensor. Compartió el descenso con gente que histéricamente le consultaba sobre lo sucedido, desesperados por obtener información. No tan desesperados como para bajar corriendo por las escaleras en ves de esperar el ascensor, pero inquietos al fin. Salió por el subsuelo, atravesó la cochera y vislumbró el bar frente al Pabellón 3. No pudo resistir la tentación y se dirigió hacia allí. El clima era agradable así que se sentó afuera y comenzó a beber su cerveza esperando que llegara su pizza. “Cada vez más finita”, pensó mientras la dejaban en su mesa.

El suceso fue tapa de todos los diarios. Al parecer, un hecho curioso recaía sobre la bala. Los forenses habían explicado a los cronistas que el proyectil no tenía las típicas marcas que se impregnan en éstos al atravesar el cañón del arma, sino que el misma se encontraba firmado. “Autografiado”, corrigió mentalmente TNT mientras leía la nota. “ADN TNT” brillaba sobre el plomo. Una lágrima rodó por su mejilla derecha. Estaba conmovido, sensibilizado. “Que tiro tan hermoso”, susurró mientras se quitaba la lagrima con el dorso de su mano izquierda.