sábado, 12 de diciembre de 2009

La herencia de Benedetti escapa al paréntesis de la vida




Inmerso en los últimos parciales del año dejé de lado la escritura y eso pudo notarse en el descenso del ritmo de actualizaciones del blog. La verdad es que me gustaría sentarme a producir cosas nuevas e interesantes, sobretodo porque tengo varios proyectos en mente, pero como hace ya mucho tiempo que no subo nada me puse a buscar textos viejos. Revisando encontré una entrevista que le hice a otra estudiante de Biología en la que hablamos sobre el escritor uruguayo Mario Benedetti. La charla fue posterior a su fallecimiento, y justamente respondía a una consigna de hacer una entrevista con una persona cualquiera que hubiera leído algo del autor. ¿Qué más relacionado con Ciudad Universitaria que esta charla con otra bióloga? La verdad es que cuando la releí me parece muy pobre, pero también es cierto que nunca me gustan mis textos cuando los vuelvo a leer. Por eso decidí subirlos y dejar que ustedes juzguen, esperando la semana que viene, cuando espero poder subir nuevas historias.

La puerta del ascensor se abre con un chirrido que quiebra el silencio reinante en el cuarto piso de Ciudad Universitaria, sede emblemática de la Universidad de Buenos Aires, para darle paso a Joana Pivoz Avedikian, de 22 años y estudiante de Biología.
Vestida aún con el uniforme del equipo de handball de la facultad, cuyo entrenamiento acaba de finalizar, se ata con una colita el pelo rubio mientras se acerca a la mesa.
Una vez sentada, abre la mochila para sacar y luego apoyar La Tregua (1960), novela del escritor uruguayo Mario Benedetti, quien pasó a la inmortalidad el 17 de mayo, a los 88 años, en Montevideo.

-¿Por qué La Tregua?

-Es lo primero que leí de Benedetti, porque tuve que hacerlo en el secundario. Al principio lo leí rápido, sólo para poder dar el examen, y la verdad es que no me atrapó. Sin embargo, como acostumbro darle segundas oportunidades a los libros que leí en el colegio, lo volví a leer y fue totalmente diferente.

-¿Qué fue lo que cambió?

-Para empezar, el libro me gustó mucho, cosa que no me había pasado antes y aparte me marcó el tema de la rutina. Hizo que me diera cuanta de que puedo pasar mi vida haciendo cosas para los demás y que cuando encuentre lo que me haga feliz puede ser muy tarde. Es triste, pero le puede pasar a cualquiera.

-¿Fue después de leer La Tregua que buscaste otros textos de Benedetti?

-Si, fue así. Apenas terminé de leer La Tregua busqué en Internet poemas suyos y, como además trabajé en una librería, en mis ratos libres solía agarrar algún libro y leerlo. Creo que autores como Benedetti, Bioy Casares y Jorge Luis Borges son íconos que deben ser leídos por lo menos una vez en la vida.

Joana hace una pausa para disculparse por haber venido directo desde el entrenamiento y cuenta que, tras el fallecimiento del autor de Gracias por el Fuego (1965) y Poemas de la Oficina (1956), recibió un mail que, a modo de homenaje, incluía el poema Te Quiero.

-Ya conocía el poema, pero esta vez me llegó en una situación personal difícil. Es increíble como lo que escribe otra persona puede reflotarte cuando más lo necesitás. Aunque también puede hundirte.

-¿Te sorprendió la noticia de de su muerte?

-¡Claro que me sorprendió! La verdad es que no estaba al tanto de su estado de salud y cuando me enteré no lo podía creer. No puedo decir que me puso triste, pero sí me dio mucha pena porque es una enorme pérdida para el mundo de la cultura.

-¿Qué le dirías a alguien que nunca leyó algo de Benedetti?

-Sin dudas le recomendaría a esa persona que no deje pasar la oportunidad de leer algo suyo porque considero que sus obras son un clásico que no pueden obviarse. Puede no gustarte, pero sólo lo sabrás después de haberlo leído. A mí me sorprendió como escritor porque no conocía la calidad de sus textos.

Más de 80 escritos que abarcan todos los géneros literarios componen la obra personal del autor que integró la denominada generación del ’45 junto a Jorge Luis Borges, entre otros. Su profunda redacción y su genuino pensamiento influyen sobre jóvenes y no tan jóvenes que nutren su constante crecimiento personal con las ideas de este uruguayo.
Para Benedetti, confeso ateo, la vida era un paréntesis entre dos nadas aunque Joana, como tantos otros, disiente cuando asegura que lo que él dejó no podrá jamás quedar en la nada.

martes, 1 de diciembre de 2009

Sófocles el conocedor





“¿Quién dijo que el conocimiento no ocupa lugar?”, se preguntó de forma retórica, aunque tampoco había nadie para responderle. Estaba solo, como de costumbre. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas de la biblioteca silenciosa, despoblada y sumida en un sigilo profundo sólo interrumpido por los truenos que parecían quebrar el cielo. Eran la once de la noche y la facultad dormía mientras en sus entrañas él seguía con su vigilia permanente, estudiando sin descanso.

Algunos lo tildaban de egocéntrico porque vivía mirándose el ombligo, literalmente. Lo que esas personas desconocían era que su condición no era facultativa, sino más bien obligada. El peso de su cabeza había vencido la resistencia de sus vértebras cervicales y su cuello pendía flácido hacia delante, incapaz de alzar el cráneo. Podía sentir cómo su pera entraba en contacto con el esternón; cada nuevo concepto aprendido hincaba más su mentón, que amenazaba con atravesarle el pecho y le producía un dolor ya casi intolerable.

El saber acumulado era tanto que los libros debían estar sobre su regazo para poder ser leídos. La alternativa era apoyar los textos sobre la mesa y alzar la vista, pero la posición se tornaba cansadora tras varios minutos de lectura sostenida y él necesitaba leer por tiempos prolongados, había mucho más por conocer aún.

Su cabeza estaba llena de conocimientos que sin duda ocupaban lugar. Rara vez se lo veía caminando por los pasillos de la universidad, arrastrando los pies y pegado contra la pared para no chocar con alguien, dada su incapacidad de mirar hacia el frente. Nunca se lo vio hacer uso de todo lo que aprendió, aplicar algo de lo mucho que conocía. Quizás si hubiera volcado algo de todo ese saber en un trabajo, el lastre habría disminuido y el final de la historia sería otro.

A mediados de este año, personal de limpieza lo encontró en su posición habitual, con la cabeza colgando hacia abajo y con un libro en las piernas, pero con los ojos cerrados y los brazos inmóviles a los costados del cuerpo. Algunos comentan que tenía más de dos días en esa posición, pero que nadie notó algo fuera de lo normal.

No tenía amigos y si bien todos lo conocían por su singularidad pocos fueron los que notaron su ausencia. Hoy se sabe que se llamaba Sófocles, nombre de origen griego que portan aquellos con fama por su sabiduría. Su lápida, emplazada a un costado del Pabellón 2 de cara al río, reza una leyenda elegida por voto popular: “Supo mucho, hizo poco”.