martes, 24 de agosto de 2010

Oscura y eterna redundancia



Caminé errático buscando en vano, con los brazos extendidos en plenitud, el reconfortante contacto de la palma con la pared que brindara un atisbo de realidad a mi inefable sensación de etérea existencia, aquella fricción que me permitiera poner límites a la infinita negrura. Esperaba que mis ojos se amoldaran a la oscuridad y me permitieran divisar contornos hasta ese momento esquivos, cuando apareció a lo lejos una luz mortecina que juraría jamás estuvo allí antes. Siendo ésta mí única referencia avancé hacia ella estoicamente, intentando no sucumbir ante el miedo que provoca lo desconocido y creyendo que era posible encontrar una explicación a mi situación. Jamás la hallé. Lo que tampoco encontré fue la manera de acercarme al tenue brillo que parecía filtrarse por una delgada hendija. Caminé, troté, corrí y hasta anduve a gatas en miles de direcciones posibles. La luz estaba donde quiera que mirase, pero su intensidad era siempre la misma y la distancia que nos separaba, infranqueable. Las dimensiones temporales se habían extinguido y así también todo resto de impavidez en mi persona, y cuando la cordura estaba a punto de seguir el mismo camino, la luz tomó dimensiones extraordinarias. Usé mi mano derecha a modo de visera para mitigar el fulgor y noté que lo que me rodeaba seguía aún inmerso en la eterna noche. Aquella explosión lumínica resultó sorda para el lugar donde me hallaba, pero se convirtió en el faro que guiaría mi huída. Descansé sobre mis rodillas, recuperando las fuerzas que aparentemente había perdido en mi interminable andar y confiado de que todo finalmente terminaría. Me puse nuevamente en marcha y quedé estupefacto ante el inconmensurable peso que mis piernas habían cobrado. Era imposible levantarlas del suelo, como si por debajo del piso, si es que había piso alguno, un imán evitara que mis piernas de metal se despegaran del terreno. Las arrastré desesperado, utilizando mis brazos como herramienta, hasta que se quebraron con un crujido inexistente. Pensé en el árbol cayendo en un bosque solitario, y en la pregunta de si éste hacía ruido. Siempre creí que el cuestionamiento era estúpido, pero el haber asistido a la ruptura insonora e indolora de mis piernas sembró un mar de dudas acerca de aquel interrogante. No lamenté la perdida, no había tiempo para hacerlo, así que me arrastré hacia el Sol de mi negro universo. Inesperadamente mi brazo izquierdo se hundió en la oscuridad en la que se apoyaba para impulsarme y desapareció para siempre, así que me valí de mi único miembro restante para salir de allí. Con la misma simpleza lo perdí metros después, por lo que me volteé boca arriba (aunque es difícil pensar en un arriba y en un abajo en este sitio) y serpenteé en busca de la salvación. Sentía el dulce escozor que producía la luz sobre mi rostro; el desenlace era inminente. Alcancé la luz y, lejos de ser lo que esperaba, el remanente de mi cuerpo comenzó a carbonizarse. El olor a carne chamuscada, el único aroma que percibí desde que esto comenzó, inundó mi nariz y comencé a experimentar cómo lentamente mi existencia se volvía nula. Dolía, seguro que lo hacía, y era un dolor que hasta ese momento creía inalcanzable, pero al menos todo concluiría, esta tortura llegaría a su fin, porque…
Caminé errático buscando en vano, con los brazos extendidos en plenitud, el reconfortante contacto de la palma con la pared que brindara un atisbo de realidad a mi inefable sensación de etérea existencia, aquella fricción que me permitiera poner límites a la infinita negrura…

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